— A unos ojos — ¿Me preguntas, pintor, que como quiero que pintes el mirar y la hermosura de aquellos ojos do el Edén fulgura, de aquellos ojos por que vivo y muero? Copia el fulgor de matinal lucero, de gacela apacible la dulzura, de la tórtola amante la ternura, el brillo del diamante lisonjero. Los habrás de pintar grandes y vivos donde luzca la antorcha bendecida del noble meditar, muy expresivos. Con dulce vaguedad indefinida; ¿quieres darles aun más atractivos de apasionado amor? dales la vida. * * * — A Elena — Colúmpiase en el valle una azucena tan pura y tan galana como de abril la cándida mañana. El zumbador que la enamora tierno de su pudor y su beldad celoso, no se atreve a libar en su corola el néctar delicioso; del sustento es priva porque lozana y candorosa viva, y muriera contento gozando los perfumes de su aliento: encantadora Elena, yo soy el zumbador, tú la azucena. * * * — Un rayo del cielo — Tus ojos me miraron y en bello oriente, un astro me mostraron resplandeciente. Pagó tu labio bello mi amor sumiso, y el astro fue destello del paraíso. Más en vano encendiste mi grato anhelo, y a la tierra trajiste la luz del cielo, si en breve has apagado mi sol querido y en sombras me ha dejado tu yerto olvido. * * * — Triste la hermosa Borinquen... — Triste la hermosa Borinquen gemía arrastrando la mísera pobreza, ella que el don de perenal riqueza en sus campos feraces contenía. El cielo que amoroso la quería no pudo consentir en su terneza que sufriese tan bárbara dureza, la que el yugo del mal no merecía. De Power escuchó la alta plegaria (del patriótico amor grato suspiro) y ordenó que a cambiar la era precaria en rico bienestar, fuese Ramiro… Ramiro bienhechor, tu noble historia grabará Puerto Rico en su memoria. * * * — El último borincano — De la anhelada victoria perdida ya la esperanza, podrá tan solo la muerte aliviar nuestra desgracia. Al fuego de los cristianos es la resistencia vana, y todo cede ante el filo de sus cortantes espadas. A sus golpes formidables tal vez sucumbido haya el más valiente cacique de la tierra de Agueinaba; sin su aliento poderoso y sin su brazo, ¡oh desgracia! ¿qué intentaremos nosotros en situación tan amarga? Los cristianos nunca mueren, Borinquen su imperio guarda, ¡ah! nuestra vida ocultemos en las ásperas montañas. Así las indianas huestes en su dolor exclamaban, al ver en Yagüeca un día destruida su arrogancia. Unidos luego al caudillo que fue un tiempo su esperanza, el intrépido Humacao que dio nombre a su comarca, llevaron su duelo triste a la sierra que elevada saluda al sol cuando nace y al Mar del Caribe, guarda. Allí en aquella eminencia el cacique, la pujanza del bravo campeón cristiano resistiera época larga, ora asaltando llanuras o haciendo de sus gargantas un terrífico baluarte, testigo de cien hazañas. Allí sucumbió postrero de las huestes borincanas-. Y cuéntase que su sombra en aquellas cumbres ásperas do tiempo en tiempo se ofrece a las vecinas miradas. Yo imagino que su espíritu fue bañado en la luz santa, con que el cielo en su piedad ilumina allá las almas: que al sucumbir por su ley, a ella fiel aunque pagana, la eterna misericordia tuvo en cuenta su ignorancia. Y desde entonces errante al ver en su tierra alzada la digna cruz redentora, se postra y tierna plegaria eleva desde la altura que fue su glorioso alcázar, porque su tierra querida deba a la cruz bienandanza-. Tales son los ecos tristes que allá en noche solitaria, se escuchan en las alturas de la ríspida montaña. Tal la sombra vagabunda que se divisa postrada, en el Yunque gigantesco cuando la luna lo baña-. Al ver la cristiana grey, del cacique la arrogancia, la incansable intrepidez con que lidió por su patria y que loco era su empeño; dio por nombre a la comarca el de Sierra del Loquillo y hora Luquillo se llama. * * * Alejandro Tapia y Rivera nació en San Juan en el año 1827 |
Borinquen Décimas Sonetos Portada |