Por el cuadrado de una ventana de nuestra escuela
que de soslayo me ríe toda su claridad,
miro el paisaje chillón y vivo, de un azul hondo
y una sencilla calma de infante diafanidad.
El cielo limpio, de vez en cuando, se mancha en una
de esas blancuras puras y llenas de santidad,
con que el celaje tiñendo el dombo del firmamento
risueña el éxtasis con su ternura de castidad.
Mientras discurre por la pizarra la geometría
le nacen alas de ibis al ave del alma mía,
y de la escuela me voy muy lejos, a una región
donde es más fresca la gran mejilla de la mañana,
y sollozando sobre las notas de la fontana,
me aguarda inquieta la dulce novia del corazón.