Francisco L. Amadeo



— El oro de la margarita —

Toda llena de gracia,
la fina aristocracia
de su nívea corola
dobló una margarita
que estaba triste y sola,
para cantar su cuita
a un pálido lucero.
(Un príncipe encantado, prisionero
en el palacio azul de una laguna).

Pasó un nublado, que apagó –tal una
pena nubla en el pecho la alegría–
el lucero que ardía;
y en un llanto de pétalos,
la flor dijo de su dolor.

Y fué la nueva aurora.
Y sobre el tallo erguido
de la flor angustiada, brilla ahora
un botón encendido;
porque Dios, conmovido
de la flor ante el lloro,
puso en su cáliz un lucero de oro...

* * *

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