— Ex-libris — Soy padre, planté un roble, y dejo escrito este libro de versos; ni es sorpresa que el alma quede entre sus hojas presa, como si fuera un pétalo marchito. Se ve en él que, en la vida, la aspereza, tras mucho herirme, sonrió un poquito, y que llevé metido en la cabeza un afán de beberme el infinito. Huyendo de mi sombra y de un recuerdo, loco en pensares y en sentires cuerdo, derramé en la poesía mi agonía. Mas veo al cabo que el sentir más hondo no se hizo verso; se quedó en el fondo. ¡Y siento que me ahoga todavía! * * * — Yerba Mora — ¡Yerba Mora, no hilvanes más reproches en el trapito gris de mi conciencia! Que no tengo la culpa de quererte ni tú la culpa de que yo te quiera. Fue jueguito de dioses lo que vino a envolvernos en sus tretas: tu parte fue la blanca y mi parte la negra; tuya la guinda reventona y púrpura, mía la boca codiciosa y seca, y no tengo la culpa de quererte ni tú la culpa de que yo te quiera... Pasaste por mi predio: ¡tal parecía que te parió la selva! Bocado de quebrada que se cae de las fauces musgosas de las piedras y corre, malvestida de frescura con los flancos besados por la yerba. Pasaste con tu boca como flor de geranio y tu pisar de lluvia mañanera, con tus perfiles de novilla joven, temblándole en la carne la morena carne de los barrancos florecidos y el respirar de toda la maleza. Y oliendo... ¡qué sé yo ni a lo que olías! A rosa zahareña, a mejorana, a pacholí y albahaca, a surco abierto, a pulpa de grosella... Los dioses te envidiaban; venías inocente de sus estratagemas: y no tengo la culpa de quererte ni tú la culpa de que yo te quiera. Pasaste, con el pelo mordiéndote la nuca; gavilla con su polen de candela; con sacudires de guajana al aire; con rebeldías de una enredadera que a la sombra de cobre del crepúsculo contra el hombro del monte se desfleca... Con el seno a brinquitos, la cintura avispada y ceñida y retrechera; taconeando el tacón de tus chapines una canción trigueña que acompasaba el ritmo que corría por las bravas columnas de tus piernas... Y me miró el mirar de tus dos ojos con sus remotos ángulos de almendra, con el iris felino y color níspero, sombreando por las sombras de esas breñas que mienten tus pestañas, y acechando desde el lila holgazán de tus ojeras. ¡Y me miró el mirar de tus dos ojos! Tú sabes lo demás, ¡no llores, Yerba! Que tú eres sólo como Dios te hizo, y yo amo sólo como el cuerpo ordena, y ni tengo la culpa de quererte ni tú la culpa de que yo te quiera. * * * José Antonio Dávila nació en Bayamón en el año 1898 |
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