La campiña borinqueña

José de Jesús Esteves

Estoy de pie sobre un monte
de mi tierra borincana,
viendo el sol de la mañana
incendiar el horizonte.

En este solemne instante
propicio a Dios y a la idea,
mi espiritu se recrea
en la campiña distante.

La mirada se extravía,
y la percepción se pierde
ante cien tonos del verde
que forman la lejania

Allá abajo la llanura
empapada de rocío
y la serpiente de un río
que atraviesa la verdura.

Una grave y dulce calma
vaga en la niebla indecisa,
cual si durmiera la brisa
en la copa de una palma.

El ave madrugadora
deja cantando su nido,
como un mensaje salido
de la selva hacia la aurora.

Una oración de rumores
hacia el firmamento sube
en el azul de la nube
que han formado los vapores.

Y su gloria me rodea
cual si en un templo me hallara,
y fuera el monte el gran ara
de una oblación gigantea.

¡Cuántas emociones puras
agitan el alma mía!
¡Cuán sagrada es la poesía
que despierta las ternuras!

Desde la abrupta eminencia
se oye el cantar del labriego,
como el ángelus de un ruego
que invoca la Providencia.

Se ve el rastro del arado
junto al humeante bohío
y el naciente sembradío
en el campo cultivado.

Adelantándose ufana
hasta el río que la riega,
la caña mece en la vega
el plumón de su guajana.

Los platanares opimos
lanzan al aire sus hojas
y muestran pámpanas rojas
rematando los racimos.

Luce el maizal blonda espiga
en el pródigo conuco,
y en la maleza el bejuco
a los árboles se liga.

Prado que la maya veda
a lo lejos se dilata,
y sobre él engarabata
su capricho una vereda.

En el césped que tapiza
la vasta extensión del prado
el errabundo ganado
pone una mancha rojiza.

Un flamboyán florecido
levanta al cielo sus ramas
como si fueran las llamas
de un holocausto ofrecido.

Poco a poco el sol avanza;
la luz al llano desciende;
en sus fulgores se enciende
la borrosa lontananza.

La bruma azul se evapora;
se destacan los palmares;
y se despiertan los cantares
de la brisa gemidora.

El mar entonces se advierte
completando el cuadro hermoso
con su calma de coloso
y su majestad de fuerte.

Y al añadir su detalle,
tras el luminoso velo
a la pureza del cielo
y a la verdura del valle,

El alma encantada sueña,
y en su ternura infinita,
ve que está por Dios bendita
la campiña borinqueña.

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