Baja al cáliz abierto, nítido el lloro
que vierten en la altura los serafines;
un preludio suspiran, como violines,
que se torna en andante vivo y sonoro.
Celosos de su alado, plúmeo tesoro,
tocan diana los gallos en sus clarines;
se va abriendo de oriente por los confines
como una inmensa rosa de sangre y oro.
Siente el mar en su concha desasosiego,
y en las playas murmura con sordo grito
que es apóstrofe a veces, y en otras, juego.
Mientras que, de lo eterno conforme al rito,
del sol alza en sus manos la hostia de fuego
el Sumo Sacerdote del infinito.